Decirte adiós era una cosa seria, tan seria que el mundo de después se quedó indefinido. No había gente –o no sé si la había: cuando un adiós se empeña en tanta nada, no se puede estar pendiente de esas cosas–. La ciudad era sólo el ensayo de un paisaje, un racimo de ruidos, un no sé qué sin qué, que hacía de escenario, de horizonte, de fondo prescindible, de tramoya. Tampoco estoy seguro de si era media tarde o ya había anochecido; o si aún era temprano, demasiado temprano… O pasaba un tranvía. O no había tranvías ni los hubo jamás… Aunque los hubo hacía mucho tiempo. Cruzaban la calzada donde apenas estabas, donde ya casi no estabas, ¡tan a punto de irte! Fantasmales tranvías con alma de desguace por una calle última, tan triste, tan de ayer, tan demolida… tan cementerio de raíles enterrados. Un tranvía de entonces, de allá cuando era niño…
Pero esto, ya qué importa.
Tal vez pensé contarte cosas de éstas, hacerme vulnerable para rendir lo imposible. Lo cierto es que no fui capaz de casi nada. Ni de saber siquiera si había gente; si alrededor una ciudad… O un tranvía de sombras. De pronto era verdad que ya no habría “luegos”, ni “mañanas”, ni “hasta prontos”; ni “nos vemos después” o “más tarde hablamos”… Ya sólo me quedaban horas rotas por delante; páginas arrancadas de libros nunca escritos.
Decirte adiós era una cosa seria, tan seria que ponía en cuarentena los versos de Parménides y ahogaba su tristeza en los ríos de Heráclito.
Tan seria y tan verdad como mirar la nada y comprender que ayer no volvería a ser mañana nunca.
19 marzo 2022
Así es, Antonio. Es un desgarro del alma para el que no hay remiendo posible.
ResponderEliminarEs la soledad del huérfano que no encuentra más que ayeres rotos y mañanas vacías.
Precioso texto de soledad y profunda tristeza.
Un beso
Muchas gracias, Susi. Cierto que es un texto de soledad y tristeza porque esa pesadilla es en realidad el sueño último.
ResponderEliminarUn beso