Ayer hizo en Madrid un día radiante: azul cobalto en el cielo y sol de luz insolente en los jardines. Ayer, domingo de este abril contestatario que anda incumpliendo la disciplina de los refranes. Y no hay derecho, no señor.
Son malos tiempos para mi vieja lengua y su ancestral sabiduría. Por si fuera poco el maltrato al que someten indoctos ministerios a la primera, ahora vienen climas resentidos a patear los decires de la segunda. Nada de abril aguas mil, nada de niños y niñas... Abril me niega la lluvia que tanto amo y unas cuantas criaturas de precaria competencia me llenan voz y bolígrafo de signos extraños y analfabeta semántica. No sé, aunque sí supongo, si la sequía tendrá o no que ver con el cambio climático, pero estoy seguro, completamente seguro, de que los eriales del pensamiento, de la libertad y de la crítica se están cociendo en las estupideces del cambio lingüístico. Es mentira (tanto como su autoría proclamada) la afirmación esa que asegura que lo que no se nombra no existe. Lo que no existe, es más, lo que no tiene ninguna posibilidad de existir es lo que no se piensa. Lo sabíamos desde Parménides, unos cuantos por lo menos. La palabra es el aterrizaje del pensamiento, y no al revés. Cuando se pretende que éste sea edificación de aquélla, sólo se está vendiendo el humo de los sofistas y de los embaucadores. Es, desde luego, un quehacer ideal para las tarimas escandalosas de los mítines, pero no para las silenciosas mesas de las bibliotecas. Desde las primeras se arrojan las palabras sobre las ideas para encadenarlas; desde las segundas se cultiva la madurez de aquéllas para el pensamiento.
Pero es inútil hablar de esto ante tanta sequía. Hay que frenar el odioso cambio climático para que vuelva a llover la naturaleza; para que abril fecunde la promesa de mayo... Para que la vida se quiera vida. Y sean rosas la rosas… Y lirios sean los lirios.
17 abril 2023
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