Era una extravagancia. Lo hacíamos por ejercicio de la vanidad explosiva en los años mozos. Por eso y por reverencia real y compartida. Plaza de Santa Ana en Madrid, con ese olorcillo próximo del rastro de los Austrias. Plaza para que el Teatro Español pueda mirarse en los ojos eleáticos de Calderón de la Barca. Pocos años setenta, cuatro o cinco, más o menos; y nosotros, igual que en la Comedia, la Divina quiero decir, recorriendo el Purgatorio de las calles. Desde las Cuevas de Sésamo, tal vez, con aquella leyenda machadiana en la memoria que enmarcaba (no sé si lo sigue haciendo) su entrada:
¡Bajar a los infiernos como el Dante!
¡Llevar por compañero
a un poeta con nombre de lucero!...
No era el infierno, desde luego, y el poeta tenía (y tiene) nombre de mes canicular, de emperador, que no dejaron ser, romano. Yo no era “el Dante”, naturalmente, pero él sí era el poeta. El caso es que llegábamos allí, nos plantábamos ante el impertérrito maestro Calderón e, inclinando torso y frente, le rendíamos nuestro reconocimiento con una exagerada reverencia.
Después, o antes, o antes y después, recalábamos en la Cervecería Alemana y devolvíamos el mundo a las palabras junto a una rubia, siempre adornada de la virtud de la lealtad, que jamás abandona ni al vencedor ni al derrotado (me arriesgo demasiado en afirmaciones como ésta: la Inquisición de lo políticamente correcto tiene el mundo poblado de sicarios y delatores).
Era una extravagancia de la que no me arrepiento. Porque era joven. Porque era ante Calderón. Porque el poeta que tenía al lado era Julio Martínez Mesanza.
Tampoco yo me arrepentiría. Hermoso homenaje a la memoria, a la literatura y a tu amigo Julio, gran poeta.
ResponderEliminar¿Qué haríamos sin la memoria, sin la literatura, sin la poesía, tocayo amigo?... Supongo que enredar entre los árboles.
ResponderEliminarGracias por tu visita y tu palabra, Antonio.
Tu duca, tu segnore e tu maestro. Gracias, Antonio.
ResponderEliminarNo, amigo mío, pero gracias.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo, Julio.
Si algún día lo repetís, llamadme, por Dios.
ResponderEliminarCuenta con ello... y con la rubia, naturalmente.
ResponderEliminarUn abrazo, colega de fatigas.
Yo también me apuntaría, ya puestos, que también soy profe y emborrono versos (acabo de dejar un soneto un tanto manierista en mi blog, aunque vergüenza me da decirlo, teniendo al inmenso Julio entre los visitantes de tu página)
ResponderEliminarPues me has cogido en el trance de publicar precisamente un soneto. Te visitaré.
ResponderEliminarBienvenido a la multitud "reverencial" y a la menos multitud e incomprendida profesional.
Un abrazo.
Yo, si hubiera estado allí, hubiera guardado silencio ante ambos, y hubiera abierto mucho los oídos. Y hubiera bebido mucha -demasiada- cerveza. Y me hubiera emborrachado. Y la cerveza (esas rubias) no tendrían del todo la culpa. Un abrazo.
ResponderEliminarMuchas gracias, Juan Manuel, por tu visita y tus palabras, compañeras de una anécdota entrañable, que ayer me vino mientras releía una viejísima “Breve Historia de Madrid” de Sainz de Robles. No pude evitar recogerla, aunque yo saliera beneficiado por la doble y brillante compañía.
ResponderEliminarUn abrazo.
Nada extravagante. Justicia poética en un caldo de cultivo tan fértil y feraz como envidiable.
ResponderEliminarEso sí, seré un tanto prosaico, si me permites: ¿nunca buscasteis un tercero que os hiciera una foto en el momento de la reverencia? Si hay "revival", con motivo de algún aniversario ad hoc, me ofrezco como reportero gráfico.
Gracias por tu texto. Una delicia.
Francisco
Qué pena que aún no hubieras nacido, amigo Fran. Sin duda tú habrías sido partícipe y cronista gráfico a un tiempo.
ResponderEliminarUn abrazo.